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Por: P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E.

 

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Si uno cuando muere se queda en descanso hasta la venida del Señor, ¿se quedan todos en descanso, o algunos sí y otros no? La pregunta es por los santos que mueren y pasan a estar directamente con el Señor, ¿los que no son santos se quedan esperando la venida del Señor? Gracias anticipadas.

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Estimado José Oscar:

La doctrina de la Iglesia está resumida claramente en la Constitución Benedictus Deus, de 29 de enero de 1330, del Papa BENEDICTO XII, 1334-1342, sobre la visión beatífica de Dios y de los novísimos; especialmente en el párrafo que dice:

 

«Por esta constitución que ha de valer para siempre, por autoridad apostólica definimos que, según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que salieron de este mundo antes de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, así como las de los santos Apóstoles, mártires, confesores, vírgenes, y de los otros fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo, en los que no había nada que purgar al salir de este mundo, ni habrá cuando salgan igualmente en lo futuro, o si entonces lo hubo o habrá luego algo purgable en ellos, cuando después de su muerte se hubieren purgado; y que las almas de los niños renacidos por el mismo bautismo de Cristo o de los que han de ser bautizados, cuando hubieren sido bautizados, que mueren antes del uso del libre albedrío, inmediatamente después de su muerte o de la dicha purgación los que necesitaren de ella, aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio universal, después de la ascensión del Salvador Señor nuestro Jesucristo al cielo, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celeste con Cristo, agregadas a la compañía de los santos ángeles, y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con visión intuitiva y también cara a cara, sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino por mostrárseles la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y patentemente, y que viéndola así gozan de la misma divina esencia y que, por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eterno, y también las de aquellos que después saldrán de este mundo, verán la misma divina esencia y gozarán de ella antes del juicio universal; y que esta visión de la divina esencia y la fruición de ella suprime en ellos los actos de fe y esperanza, en cuanto la fe y la esperanza son propias virtudes teológicas; y que una vez hubiere sido o será iniciada esta visión intuitiva y cara a cara y la fruición en ellos, la misma visión y fruición es continua sin intermisión alguna de dicha visión y fruición, y se continuará hasta el juicio final y desde entonces hasta la eternidad.

 

Definimos además que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno donde son atormentados con penas infernales, y que no obstante en el día del juicio todos los hombres comparecerán con sus cuerpos ante el tribunal de Cristo, para dar cuenta de sus propios actos, a fin de que cada uno reciba lo propio de su cuerpo, tal como se portó, bien o mal [2 Cor. 5, 10]».

 

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Por: Daniel Iglesias

 

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PREGUNTA [del periodista Vittorio Messori]

 

Antes de pasar al monoteísmo, a las otras dos religiones (judaísmo e islamismo), que adoran a un Dios único, quisiera pedirle que se detuviera aún un poco en el budismo. Pues, como Usted bien sabe, es ésta una «doctrina salvífica» que parece fascinar cada vez más a muchos occidentales, sea como «alternativa» al cristianismo, sea como una especie de «complemento», al menos para ciertas técnicas ascéticas y místicas.

 

RESPUESTA [del Papa Juan Pablo II]

 

Sí, tiene usted razón, y le agradezco la pregunta. Entre las religiones que se indican en Nostra aetate, es necesario prestar una especial atención al budismo, que según un cierto punto de vista es, como el cristianismo, una religión de salvación. Sin embargo, hay que añadir de inmediato que la soteriología del budismo y la del cristianismo son, por así decirlo, contrarias.

 

En Occidente es bien conocida la figura del Dalai-Lama, cabeza espiritual de los tibetanos. También yo me he entrevistado con él algunas veces. Él presenta el budismo a los hombres de Occidente cristiano y suscita interés tanto por la espiritualidad budista como por sus métodos de oración. Tuve ocasión también de entrevistarme con el «patriarca» budista de Bangkok en Tailandia, y entre los monjes que lo rodeaban había algunas personas provenientes, por ejemplo, de los Estados Unidos. Hoy podemos comprobar que se está dando una cierta difusión del budismo en Occidente.

 

La soteriología del budismo constituye el punto central, más aún, el único de este sistema. Sin embargo, tanto la tradición budista como los métodos que se derivan de ella conocen casi exclusivamente una soteriología negativa.

 

La «iluminación» experimentada por Buda se reduce a la convicción de que el mundo es malo, de que es fuente de mal y de sufrimiento para el hombre. Para liberarse de este mal hay que liberarse del mundo; hay que romper los lazos que nos unen con la realidad externa, por lo tanto, los lazos existentes en nuestra misma constitución humana, en nuestra psique y en nuestro cuerpo. Cuanto más nos liberamos de tales ligámenes, más indiferentes nos hacemos a cuanto es el mundo, y más nos liberamos del sufrimiento, es decir, del mal que proviene del mundo.

 

¿Nos acercamos a Dios de este modo? En la «iluminación» transmitida por Buda no se habla de eso. El budismo es en gran medida un sistema «ateo». No nos liberamos del mal a través del bien, que proviene de Dios; nos liberamos solamente mediante el desapego del mundo, que es malo. La plenitud de tal desapego no es la unión con Dios, sino el llamado nirvana, o sea, un estado de perfecta indiferencia respecto al mundo. Salvarse quiere decir, antes que nada, liberarse del mal haciéndose indiferente al mundo, que es fuente de mal. En eso culmina el proceso espiritual.

 

A veces se ha intentado establecer a este propósito una conexión con los místicos cristianos, sea con los del norte de Europa (Eckart, Taulero, Suso, Ruysbroeck), sea con los posteriores del área española (santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz). Pero cuando san Juan de la Cruz, en su Subida del Monte Carmelo y en la Noche oscura, habla de la necesidad de purificación, de desprendimiento del mundo de los sentidos, no concibe un desprendimiento como fin en sí mismo: «[…] Para venir a lo que no gustas, / has de ir por donde no gustas. / Para venir a lo que no sabes, / has de ir por donde no sabes. / Para venir a lo que no posees, / has de ir por donde no posees. […]» (Subida del Monte Carmelo, I,13,11). Estos textos clásicos de san Juan de la Cruz se interpretan a veces en el este asiático como una confirmación de los métodos ascéticos propios de Oriente. Pero el doctor de la Iglesia no propone solamente el desprendimiento del mundo. Propone el desprendimiento del mundo para unirse a lo que está fuera del mundo, y no se trata del nirvana, sino de un Dios personal. La unión con Él no se realiza solamente en la vía de la purificación, sino mediante el amor.

 

La mística carmelita se inicia en el punto en que acaban las reflexiones de Buda y sus indicaciones para la vida espiritual. En la purificación activa y pasiva del alma humana, en aquellas específicas noches de los sentidos y del espíritu, san Juan de la Cruz ve en primer lugar la preparación necesaria para que el alma humana pueda ser penetrada por la llama de amor viva. Y éste es también el título de su principal obra: Llama de amor viva.

 

Así pues, a pesar de los aspectos convergentes, hay una esencial divergencia. La mística cristiana de cualquier tiempo –desde la época de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente, pasando por los grandes teólogos de la escolástica, como santo Tomás de Aquino, y los místicos noreuropeos, hasta los carmelitas– no nace de una «iluminación» puramente negativa, que hace al hombre consciente de que el mal está en el apego al mundo por medio de los sentidos, el intelecto y el espíritu, sino por la Revelación del Dios vivo. Este Dios se abre a la unión con el hombre, y hace surgir en el hombre la capacidad de unirse a Él, especialmente por medio de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y sobre todo el amor.

 

La mística cristiana de todos los siglos hasta nuestro tiempo –y también la mística de maravillosos hombres de acción como Vicente de Paul, Juan Bosco, Maximiliano Kolbe– ha edificado y constantemente edifica el cristianismo en lo que tiene de más esencial. Edifica también la Iglesia como comunidad de fe, esperanza y caridad. Edifica la civilización, en particular, la «civilización occidental», marcada por una positiva referencia al mundo y desarrollada gracias a los resultados de la ciencia y de la técnica, dos ramas del saber enraizadas tanto en la tradición filosófica de la antigua Grecia como en la Revelación judeocristiana. La verdad sobre Dios Creador del mundo y sobre Cristo su Redentor es una poderosa fuerza que inspira un comportamiento positivo hacia la creación, y un constante impulso a comprometerse en su transformación y en su perfeccionamiento.

 

El Concilio Vaticano II ha confirmado ampliamente esta verdad: abandonarse a una actitud negativa hacia el mundo, con la convicción de que para el hombre el mundo es sólo fuente de sufrimiento y de que por eso nos debemos distanciar de él, no es negativa solamente porque sea unilateral, sino también porque fundamentalmente es contraria al desarrollo del hombre y al desarrollo del mundo, que el Creador ha dado y confiado al hombre como tarea.

 

Leemos en la Gaudium et Spes: «El mundo que [el Concilio] tiene presente es el de los hombres, o sea, el de la entera familia humana en el conjunto de todas las realidades entre las que vive; el mundo, que es teatro de la historia del género humano, y lleva las señales de sus esfuerzos, de sus fracasos y victorias; el mundo que los cristianos creen que ha sido creado y conservado en la existencia por el amor del Creador, mundo ciertamente sometido bajo la esclavitud del pecado pero, por Cristo crucificado y resucitado, con la derrota del Maligno, liberado y destinado, según el propósito divino, a transformarse y a alcanzar su cumplimiento» (n. 2).

 

Estas palabras nos muestran que entre las religiones del Extremo Oriente, en particular el budismo, y el cristianismo hay una diferencia esencial en el modo de entender el mundo. El mundo es para el cristiano criatura de Dios, no hay necesidad por tanto de realizar un desprendimiento tan absoluto para encontrarse a sí mismo en lo profundo de su íntimo misterio. Para el cristianismo no tiene sentido hablar del mundo como de un mal «radical», ya que al comienzo de su camino se encuentra el Dios Creador que ama la propia criatura, un Dios «que ha entregado a su Hijo unigénito, para que quien crea en Él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Juan 3,16).

 

No está por eso fuera de lugar alertar a aquellos cristianos que con entusiasmo se abren a ciertas propuestas provenientes de las tradiciones religiosas del Extremo Oriente en materia, por ejemplo, de técnicas y métodos de meditación y de ascesis. En algunos ambientes se han convertido en una especie de moda que se acepta de manera más bien acrítica. Es necesario conocer primero el propio patrimonio espiritual y reflexionar sobre si es justo arrinconarlo tranquilamente. Es obligado hacer aquí referencia al importante aunque breve documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe «sobre algunos aspectos de la meditación cristiana» (15.X.1989). En él se responde precisamente a la cuestión de «si y cómo» la oración cristiana «puede ser enriquecida con los métodos de meditación nacidos en el contexto de religiones y culturas distintas» (n. 3).

 

Cuestión aparte es el renacimiento de las antiguas ideas gnósticas en la forma de la llamada New Age. No debemos engañarnos pensando que ese movimiento pueda llevar a una renovación de la religión. Es solamente un nuevo modo de practicar la gnosis, es decir, esa postura del espíritu que, en nombre de un profundo conocimiento de Dios, acaba por tergiversar Su Palabra sustituyéndola por palabras que son solamente humanas. La gnosis no ha desaparecido nunca del ámbito del cristianismo, sino que ha convivido siempre con él, a veces bajo la forma de corrientes filosóficas, más a menudo con modalidades religiosas o pararreligiosas, con una decidida aunque a veces no declarada divergencia con lo que es esencialmente cristiano.

 

(Juan Pablo II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, Capítulo 14).

 

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Por: Juanjo Romero

 

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En la mayoría de Europa «hay una desconexión absoluta entre reproducción y sexualidad, y la brecha es completa en Austria, un país que tiene una media de 1,4 hijos por familia».

 

Busqué, pero no hallé, en la prensa española el análisis sobre el «horrible escenario» y la «catástrofe demográfica» que realizó Carl Djerassi, en el periódico austriaco Der Standard. La opinión de uno de los inventores de la píldora anticonceptiva parece que no es relevante. Qué raro, ¿no?

 

Uno esperaría que las declaraciones de un 'prestigioso científico' (así parea adjetivos la prensa progre) hubiesen tenido mayor trascendencia. Se imaginan a los medios silenciando a Openheimer cuando calificó a su hija —la bomba atómica— de 'pecado científico' y de 'arma genocida'. Pues yo no puedo ni concebirlo.

 

Si quien dice que la caída de la tasa de natalidad es una 'epidemia' mucho peor que la obesidad, pero a la que se le presta menos atención, es el cardenal Schönborn, se pueden hacer chistes, recurrir a la Inquisición. Si quien describe a las familias que usan los métodos anticonceptivos como seres que «quieren disfrutar de sus schinitzels, mientras se despreocupan del resto del mundo, para seguir con ellos» es el portavoz de la Conferencia Episcopal, se le puede insultar como lo hace Masiá: Una vez más la voz de los voceros de la Conferencia episcopal del estado español produce vergüenza ajena en la intelectualidad católica seria.

 

Claro que si quien piensa y declara tanto uno como otro, es uno de los sintetizadores de la progestina 19-noretisterona sólo cabe enterrar la noticia. Qué suerte tenemos los católicos que ya sabíamos todo esto hace cincuenta años, nos lo advirtió Pablo VI. Qué pena que personajes como Martini, o Masiá todavía no se hayan dado cuenta; pero ya se sabe: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite.

 

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Por: Josep Miró i Ardèvol

 

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Lea por favor esta frase: “Lo que ha ocurrido -se refiere a Estado Islámico- es un sangriento choque dentro de una civilización: el islam. La inmensa mayoría de víctimas del terrorismo a nivel mundial son musulmanes inocentes asesinados o heridos por musulmanes radicalizados. Los ataques terroristas islamistas contra europeos y estadounidenses han sido graves y siguen siendo una amenaza real (…) Pero el número de víctimas del terrorismo islamista en EEUU y Europa es bajo en comparación con las muertes que causan esos terroristas en países musulmanes”. Corresponde a parte de un artículo escrito por Moisés Naím (El Islam en números), y uno de sus fines es mostrar que el terrorismo no es una consecuencia tanto del islam, como de la percepción radicalizada -equivocada- de un grupo en su seno. Un grupo, por cierto, numeroso y hasta ahora en expansión -esto lo añado yo-. Muestra, porque es así, que los primeros perjudicados por esta propensión a la violencia de algunos son los propios musulmanes, y que siendo de lamentar las víctimas occidentales su número es bajo comparado con aquellos.

 

Esta frase, y sobre todo el razonamiento que entraña, es políticamente correcta, y sería firmada por la inmensa mayoría de partidos políticos y medios de comunicación de nuestro país, con énfasis variable en uno u otro aspecto, pero siempre asumida.

 

Hagamos ahora el ejercicio de sustituir "terrorismo de los musulmanes radicalizados", por "violencia de género", y referida a los hombres. Podríamos decir algo parecido, con la diferencia de que, en proporción dentro del grupo, los hombres violentos serían una ínfima fracción del conjunto de hombres, y que el número de mujeres heridas y muertas por un hombre sería pequeño en relación al total de víctimas heridas y muertas. Esta frase, si la compusiésemos, si afirmáramos que la primera víctima de la violencia es el hombre, que los responsables solo son un puñado de radicalizados, y que hay que evitar las muertes femeninas, pero que la cifra es baja... Si alguien se atreve a escribir eso, será censurado, vituperado, descalificado acusado de machista, patriarcal y vete a saber de qué más. Será una descripción políticamente incorrecta. Pero ¿por qué? ¿Acaso no describe una realidad tan o más cierta que la primera?

 

Además, en el caso musulmán, encontraremos la posibilidad de entresacar textos sagrados que más o menos justifiquen aquella violencia sistemática, masiva, extrema, mientras que en la violencia de algunos hombres carece de todo contexto teórico que mal que bien lo justifique. Son arranques en solitario, con una excepción no menor: la cosificación de la mujer que encierra la prostitución y la adición a la pornografía, que en nuestro país no solo son culpables de nada, sino que todo un amplio sector del progresismo lo celebra como una normalización de las relaciones humanas.

 

Es evidente que vivimos bajo una dictadura cultural y moral que se traduce en la práctica, y que se expresa en contradicciones como la apuntada.

 

Lo más interesante del caso es que existen mujeres y hombres que rechazan el razonamiento sin ni siquiera planteárselo. Están abducidos, alienados por esa dictadura de las ideas que impide reconocer la realidad. Una sociedad que funciona bajo esas premisas acaba estrellándose contra sí misma.

 

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Por: Dante A. Urbina

 

Existe controversia sobre la autoría del Evangelio de Juan. Aquí se presentan tres argumentos a favor de que el autor sería el apóstol Juan.

 

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Como es sabido, existe controversia acerca de si el apóstol Juan fue efectivamente el autor del cuarto Evangelio. En ocasiones, los escépticos utilizan ello como argumento en contra de la historicidad del Nuevo Testamento. Sin embargo, hay que decir que esto resulta prácticamente irrelevante para el caso de fiabilidad histórica general del Nuevo Testamento tal como lo he presentado en mi libro ¿Cuál es la religión verdadera? (1) ya que lo central allí es que los documentos sean relativamente tempranos y cumplan con los tres criterios establecidos (prueba bibliográfica, evidencia interna y evidencia externa). De todos modos, es pertinente anotar algunas razones a favor de la autoría del apóstol Juan y responder las principales alegaciones de los escépticos sobre este punto.

 

En primer lugar, tenemos que el autor del cuarto Evangelio se identifica a sí mismo como “el discípulo amado” (cfr. Juan 13:23, 19:26, 20:2, 21:7, 21:20). Pues bien, de entre todos los discípulos de Jesús, como bien consta en los otros Evangelios (Mateo 17:1-2, Marcos 9:2-8, Lucas 9:28-36), los más cercanos eran los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Ahora, Pedro no puede ser el autor del Evangelio ya que en varias ocasiones se menciona que estaba acompañado por “el discípulo amado” (cfr. Juan 20:2, 21:20) y tampoco puede serlo Santiago (“el Mayor”, hijo de Zebedeo) desde que fue martirizado cerca del año 42, es decir, antes de que se escribiera el cuarto Evangelio. En consecuencia, “el discípulo amado” debe ser el apóstol Juan.

 

Algunos cuestionan esta implicancia diciendo que desde que no se le llama “apóstol” debió tratarse de un discípulo cercano también llamado Juan, pero no de Juan el apóstol hermano de Santiago e hijo del Zebedeo. No obstante, aparte de ser implausible (¿por qué un discípulo externo debería estar en tantos eventos al parecer privados de Jesús y los apóstoles como la Última Cena?), este “argumento” cae por los suelos si es que atendemos bien a la implicancia del texto de Juan 20:3 donde dice que “Pedro y el otro discípulo salieron y fueron corriendo al sepulcro”. Y es que este texto nos muestra claramente que el término “apóstol” y “discípulo” podían ser intercambiables sin problemas.

 

En segundo lugar, encontramos que existe importante evidencia externa respecto de la autoría del apóstol Juan que no puede ser dejada de lado por ningún investigador serio. Así, por ejemplo, tenemos el relevante testimonio de San Ireneo de Lyon, discípulo de San Policarpo que fue a su vez discípulo del propio apóstol Juan, quien escribe que “Juan (…) también publicó un Evangelio durante su residencia en Éfeso en Asia” (2), siendo que precisamente se sabe que Juan el apóstol estuvo en Éfeso. Por su parte, Orígenes, no deja lugar a dudas pues identifica a “Juan, el hijo de Zebedeo” (3) como autor del Apocalipsis y luego lo llama “apóstol y evangelista” (4) además de que explícitamente dice que “él, que se apoyó en el pecho del Señor, (…) dejó un Evangelio” (5).

 

Ahora bien, en contra de la línea de evidencia externa los críticos acostumbran citar a Polícrates de Éfeso quien se refiere a un Juan que “se recostó en el pecho de Nuestro Señor y llegó a ser un presbítero que llevó la mitra sacerdotal, mártir y maestro” (6) aduciendo que ese, y no Juan el apóstol, sería el autor del cuarto Evangelio. Pero esta cita no tiene por qué ser necesariamente problemática: un apóstol puede ser llamado “presbítero” (véase 1 Pedro 5:1), la “mitra sacerdotal” puede ser una referencia metafórica de alta dignidad espiritual o incluso es posible que el apóstol llevase una especie de mitra similar a la de los sacerdotes judíos, y la palabra mártir no significa de por sí “muerto violentamente” sino que más bien “testigo” (tal vez por eso Polícrates dice “mártir y maestro” en lugar de “maestro y mártir”). Además, justo en lo que continúa del texto citado, el propio Polícrates apunta que este Juan “duerme en Éfeso”, que es donde se localiza la tumba del apóstol Juan.

 

Tercero, hay varias similitudes en temas y expresiones entre el cuarto Evangelio y otros escritos atribuidos al apóstol Juan. Como muestra, se pueden comparar los siguientes pasajes del Evangelio de Juan y la Primera Carta de Juan: Juan 1:1 – 1 Juan 1:1, Juan 12:35 – 1 Juan 2:11, Juan 15:13 – 1 Juan 3:16, Juan 15:18 – 1 Juan 3:3, etc.

 

Pese a ello, los críticos han intentado capitalizar las diferencias lingüísticas y de estilo entre los documentos para descartar al apóstol Juan como autor evangélico. Pero dicho criterio es simplemente prejuicioso e irracional desde que los textos más similares al cuarto Evangelio son precisamente los atribuidos al apóstol Juan y las diferencias lingüísticas y de estilo pueden ser fácilmente explicadas atendiendo a que Juan puede haber contado con diferentes secretarios en la redacción de los documentos. Esta no era para nada una práctica extravagante o extraña: Pedro tuvo como secretario a Marcos para redactar el primer Evangelio y a Silvano para redactar su primera carta (cfr. 1 Pedro 5:12). A su vez, Pablo utilizó constantemente secretarios para redactar sus cartas agregando varias veces un saludo o exhortación final escrita de su propia mano (cfr. Romanos 16:22, 1 Corintios 16:21-24, Colosenses 4:18, 2 Tesalonicenses 3:17). Asimismo, la “pobre gramática griega” del Apocalipsis que a los críticos les gusta contrastar con el excelente estilo del cuarto Evangelio puede ser fácilmente explicada si tenemos en cuenta que, como refiere la tradición, Juan estaba como prisionero en la colonia penal de Patmos y, por tanto, era sumamente improbable que cuente con un secretario o “corrector de estilo”.

 

Referencias:

 

1. Dante A. Urbina, ¿Cuál es la religión verdadera?: Demostración racional de en cuál Dios se ha revelado, Ed. CreateSpace, Charleston, 2018, Part. II, cap. 1. (https://danteaurbina.com/cual-es-la-religion-verdadera-demostracion-racional-de-en-cual-dios-se-ha-revelado/)

2. San Ireneo de Lyon, Contra las Herejías, Lib. III, cap. 1, n. 1.

3. Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de Juan, Lib. I, cap. 14.

4. Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de Juan, Lib. II, cap. 4.

5. Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de Juan, Lib. V, cap. 3.

6. Citado por: Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, Lib. III, cap. 31.

 

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