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Por: Daniel Iglesias
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PREGUNTA [del periodista Vittorio Messori]
Antes de pasar al monoteísmo, a las otras dos religiones (judaísmo e islamismo), que adoran a un Dios único, quisiera pedirle que se detuviera aún un poco en el budismo. Pues, como Usted bien sabe, es ésta una «doctrina salvífica» que parece fascinar cada vez más a muchos occidentales, sea como «alternativa» al cristianismo, sea como una especie de «complemento», al menos para ciertas técnicas ascéticas y místicas.
RESPUESTA [del Papa Juan Pablo II]
Sí, tiene usted razón, y le agradezco la pregunta. Entre las religiones que se indican en Nostra aetate, es necesario prestar una especial atención al budismo, que según un cierto punto de vista es, como el cristianismo, una religión de salvación. Sin embargo, hay que añadir de inmediato que la soteriología del budismo y la del cristianismo son, por así decirlo, contrarias.
En Occidente es bien conocida la figura del Dalai-Lama, cabeza espiritual de los tibetanos. También yo me he entrevistado con él algunas veces. Él presenta el budismo a los hombres de Occidente cristiano y suscita interés tanto por la espiritualidad budista como por sus métodos de oración. Tuve ocasión también de entrevistarme con el «patriarca» budista de Bangkok en Tailandia, y entre los monjes que lo rodeaban había algunas personas provenientes, por ejemplo, de los Estados Unidos. Hoy podemos comprobar que se está dando una cierta difusión del budismo en Occidente.
La soteriología del budismo constituye el punto central, más aún, el único de este sistema. Sin embargo, tanto la tradición budista como los métodos que se derivan de ella conocen casi exclusivamente una soteriología negativa.
La «iluminación» experimentada por Buda se reduce a la convicción de que el mundo es malo, de que es fuente de mal y de sufrimiento para el hombre. Para liberarse de este mal hay que liberarse del mundo; hay que romper los lazos que nos unen con la realidad externa, por lo tanto, los lazos existentes en nuestra misma constitución humana, en nuestra psique y en nuestro cuerpo. Cuanto más nos liberamos de tales ligámenes, más indiferentes nos hacemos a cuanto es el mundo, y más nos liberamos del sufrimiento, es decir, del mal que proviene del mundo.
¿Nos acercamos a Dios de este modo? En la «iluminación» transmitida por Buda no se habla de eso. El budismo es en gran medida un sistema «ateo». No nos liberamos del mal a través del bien, que proviene de Dios; nos liberamos solamente mediante el desapego del mundo, que es malo. La plenitud de tal desapego no es la unión con Dios, sino el llamado nirvana, o sea, un estado de perfecta indiferencia respecto al mundo. Salvarse quiere decir, antes que nada, liberarse del mal haciéndose indiferente al mundo, que es fuente de mal. En eso culmina el proceso espiritual.
A veces se ha intentado establecer a este propósito una conexión con los místicos cristianos, sea con los del norte de Europa (Eckart, Taulero, Suso, Ruysbroeck), sea con los posteriores del área española (santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz). Pero cuando san Juan de la Cruz, en su Subida del Monte Carmelo y en la Noche oscura, habla de la necesidad de purificación, de desprendimiento del mundo de los sentidos, no concibe un desprendimiento como fin en sí mismo: «[…] Para venir a lo que no gustas, / has de ir por donde no gustas. / Para venir a lo que no sabes, / has de ir por donde no sabes. / Para venir a lo que no posees, / has de ir por donde no posees. […]» (Subida del Monte Carmelo, I,13,11). Estos textos clásicos de san Juan de la Cruz se interpretan a veces en el este asiático como una confirmación de los métodos ascéticos propios de Oriente. Pero el doctor de la Iglesia no propone solamente el desprendimiento del mundo. Propone el desprendimiento del mundo para unirse a lo que está fuera del mundo, y no se trata del nirvana, sino de un Dios personal. La unión con Él no se realiza solamente en la vía de la purificación, sino mediante el amor.
La mística carmelita se inicia en el punto en que acaban las reflexiones de Buda y sus indicaciones para la vida espiritual. En la purificación activa y pasiva del alma humana, en aquellas específicas noches de los sentidos y del espíritu, san Juan de la Cruz ve en primer lugar la preparación necesaria para que el alma humana pueda ser penetrada por la llama de amor viva. Y éste es también el título de su principal obra: Llama de amor viva.
Así pues, a pesar de los aspectos convergentes, hay una esencial divergencia. La mística cristiana de cualquier tiempo –desde la época de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente, pasando por los grandes teólogos de la escolástica, como santo Tomás de Aquino, y los místicos noreuropeos, hasta los carmelitas– no nace de una «iluminación» puramente negativa, que hace al hombre consciente de que el mal está en el apego al mundo por medio de los sentidos, el intelecto y el espíritu, sino por la Revelación del Dios vivo. Este Dios se abre a la unión con el hombre, y hace surgir en el hombre la capacidad de unirse a Él, especialmente por medio de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y sobre todo el amor.
La mística cristiana de todos los siglos hasta nuestro tiempo –y también la mística de maravillosos hombres de acción como Vicente de Paul, Juan Bosco, Maximiliano Kolbe– ha edificado y constantemente edifica el cristianismo en lo que tiene de más esencial. Edifica también la Iglesia como comunidad de fe, esperanza y caridad. Edifica la civilización, en particular, la «civilización occidental», marcada por una positiva referencia al mundo y desarrollada gracias a los resultados de la ciencia y de la técnica, dos ramas del saber enraizadas tanto en la tradición filosófica de la antigua Grecia como en la Revelación judeocristiana. La verdad sobre Dios Creador del mundo y sobre Cristo su Redentor es una poderosa fuerza que inspira un comportamiento positivo hacia la creación, y un constante impulso a comprometerse en su transformación y en su perfeccionamiento.
El Concilio Vaticano II ha confirmado ampliamente esta verdad: abandonarse a una actitud negativa hacia el mundo, con la convicción de que para el hombre el mundo es sólo fuente de sufrimiento y de que por eso nos debemos distanciar de él, no es negativa solamente porque sea unilateral, sino también porque fundamentalmente es contraria al desarrollo del hombre y al desarrollo del mundo, que el Creador ha dado y confiado al hombre como tarea.
Leemos en la Gaudium et Spes: «El mundo que [el Concilio] tiene presente es el de los hombres, o sea, el de la entera familia humana en el conjunto de todas las realidades entre las que vive; el mundo, que es teatro de la historia del género humano, y lleva las señales de sus esfuerzos, de sus fracasos y victorias; el mundo que los cristianos creen que ha sido creado y conservado en la existencia por el amor del Creador, mundo ciertamente sometido bajo la esclavitud del pecado pero, por Cristo crucificado y resucitado, con la derrota del Maligno, liberado y destinado, según el propósito divino, a transformarse y a alcanzar su cumplimiento» (n. 2).
Estas palabras nos muestran que entre las religiones del Extremo Oriente, en particular el budismo, y el cristianismo hay una diferencia esencial en el modo de entender el mundo. El mundo es para el cristiano criatura de Dios, no hay necesidad por tanto de realizar un desprendimiento tan absoluto para encontrarse a sí mismo en lo profundo de su íntimo misterio. Para el cristianismo no tiene sentido hablar del mundo como de un mal «radical», ya que al comienzo de su camino se encuentra el Dios Creador que ama la propia criatura, un Dios «que ha entregado a su Hijo unigénito, para que quien crea en Él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Juan 3,16).
No está por eso fuera de lugar alertar a aquellos cristianos que con entusiasmo se abren a ciertas propuestas provenientes de las tradiciones religiosas del Extremo Oriente en materia, por ejemplo, de técnicas y métodos de meditación y de ascesis. En algunos ambientes se han convertido en una especie de moda que se acepta de manera más bien acrítica. Es necesario conocer primero el propio patrimonio espiritual y reflexionar sobre si es justo arrinconarlo tranquilamente. Es obligado hacer aquí referencia al importante aunque breve documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe «sobre algunos aspectos de la meditación cristiana» (15.X.1989). En él se responde precisamente a la cuestión de «si y cómo» la oración cristiana «puede ser enriquecida con los métodos de meditación nacidos en el contexto de religiones y culturas distintas» (n. 3).
Cuestión aparte es el renacimiento de las antiguas ideas gnósticas en la forma de la llamada New Age. No debemos engañarnos pensando que ese movimiento pueda llevar a una renovación de la religión. Es solamente un nuevo modo de practicar la gnosis, es decir, esa postura del espíritu que, en nombre de un profundo conocimiento de Dios, acaba por tergiversar Su Palabra sustituyéndola por palabras que son solamente humanas. La gnosis no ha desaparecido nunca del ámbito del cristianismo, sino que ha convivido siempre con él, a veces bajo la forma de corrientes filosóficas, más a menudo con modalidades religiosas o pararreligiosas, con una decidida aunque a veces no declarada divergencia con lo que es esencialmente cristiano.
(Juan Pablo II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, Capítulo 14).
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