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Por: Dr. Miguel Carmena
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La encíclica Evangelium vitae del Papa Juan Pablo II, 25 de marzo de 1995.
¿Qué dice exactamente la encíclica Evangelium Vitae sobre la eutanasia?
La encíclica afirma que "la eutanasia es una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de la persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio" (n. 65).
¿Cómo define la encíclica la eutanasia?
La encíclica define la eutanasia como "adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin dulcemente a la propia vida o a la de otros" (n. 64) o, más propiamente, "en sentido verdadero y propio se debe entender (la eutanasia como) una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados" (n. 65).
¿Por qué la Iglesia condena la eutanasia si muchas veces parece una medida de solidaridad hacia los enfermos que sufren sin remedio y están sometidos a tratamientos inhumanos?
La encíclica aborda este problema cuando se refiere al ensañamiento terapéutico. Afirma que la eutanasia debe distinguirse de la "decisión de renunciar al ensaña miento terapéutico, o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Ciertamente, existe la obligación de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según las circunstancias concretas; es decir, hay que examinar si los medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte" (n. 65).
¿Pero, entonces, no se puede aliviar el dolor del enfermo, aunque esto suponga acortarle la vida?
La encíclica apunta que “en la medicina moderna van teniendo auge los llamados cuidados paliativos , destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de acortarle la vida.
En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento “heroico” no debe considerar se obligatorio para todos. Ya Pio XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales.
En efecto, en este caso no se requiere ni se busca la muerte, aunque por motivos razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la medicina. Sin embargo, “no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo”: acercándose a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios“ (n. 65).
¿Cuál es la realidad más profunda de la eutanasia?
La eutanasia "en su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir (Sab. 16,13 y cfr. Tob. 13,2) “ (n. 66).
¿Dice algo la encíclica Evangelium Vitae acerca de las personas que colaboran con la eutanasia?
La encíclica emplea palabras muy claras para referirse a las diversas formas de colaboración con la eutanasia. Dice textualmente:
“Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado “suicidio asistido” significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada. “No es lícito -escribe con sorprendente actualidad San Agustín- matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que luchaba contra las ligaduras del cuerpo y quería desasirse”. La eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa piedad, más aún, como una preocupante “perversión” de la misma. En efecto, la verdadera “compasión” hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar”.
“El gesto de la eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes -como los familiares- deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos -como los médicos-, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más penosas”.
“La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser como Dios “conocedores del bien y del mal” (Gn 3,5). Sin embargo, sólo Dios tienen el poder sobre el morir y el vivir: “Yo doy la muerte y doy la vida” (Dt 32, 39; cf. 2R 5,7; 1S 2,6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas” (n. 66).
¿Cuáles deben ser, según la encíclica, las actitudes del cristiano ante el sufrimiento y la muerte?
La encíclica nos dice que, frente a la cultura de la muerte, “bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen“ (n. 67).
Los derechos del enfermo moribundo
El derecho a una muerte digna incluye:
1. El derecho a no sufrir inútilmente.
2. El derecho a que se respete la libertad de su conciencia.
3. El derecho a conocer la verdad de su situación.
4. El derecho a decidir sobre sí mismo y sobre las intervenciones a que se le haya de someter.
5. El derecho a mantener un diálogo confiado con los médicos, familiares, amigos y sucesores o compañeros en el trabajo.
6. El derecho a recibir asistencia espiritual.
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