La dirección espiritual es un medio que nos ayuda a buscar a Dios en todas las realidades de nuestra vida, facilitándonos la correspondencia a la gracia y la identificación con Cristo.
La dirección espiritual es una relación estable entre una persona ejercitada en la vida espiritual y otra que busca doctrina, consejo y aliento para progresar, y para ese fin manifiesta sinceramente sus disposiciones interiores.
La dirección espiritual existe para facilitarle a la persona la correspondencia a la gracia y su identificación con Cristo. Engarza la gracia de Dios con la correspondencia personal. Dios cuenta, de ordinario, con esa mediación humana; es parte de su mecanismo para hacernos santos, para aprender a luchar y a no distraernos con cosas accidentales, ya que: “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Lumen Gentium, 40).
Escribe un experto: “Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro”. (J. Escrivá de Balaguer, Camino, n. 59.).
“El hombre, llamado a la bienaventuranza, pero herido por el pecado, necesita la salvación de Dios. La ayuda divina le viene en Cristo por la ley que lo dirige y en la gracia que lo sostiene” (Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1949). La Ley nueva es ley de amor, de gracia y de libertad. Dios escribió en las tablas de la Ley lo que los hombres no leían en sus corazones (San Agustín, Sal. 57,1).
La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor (CDC 2002).
Todo el arte de la dirección espiritual está en lograr que el alma quiera identificarse con Jesucristo. Ser santo es ser otro Cristo. A veces no entendemos las directrices que nos facilitan porque no nos han explicado su relación con ser como Cristo. No se trata de cumplir una serie de ritos, sino de corresponder a un amor eterno. Si no se quiere ser Cristo, todo resulta incómodo.
La dirección espiritual lleva a que la persona comprenda qué supone la fidelidad en su vida diaria. ¿Qué es fidelidad? un proceso ascendente para enamorarse más y más de Dios, por medio de la acción del Espíritu Santo. El amor es creciente, sino, no se puede hablar de fidelidad. Dios nos pide un amor total, exclusivo, pero no excluyente, y unificado.
Amor total es amar a Dios sobre todas las cosas, y amarle “con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo 22, 37; cf Deuteronomio 6,5). Dios nos amó primero. El ser humano tiende a dividirse; en la dirección espiritual se le ayuda a buscar a Dios en todo, a dejar que la gracia penetre en todas las esferas de la vida.
Amor exclusivo significa que se ama a los demás porque se ama a Dios, y no se le cambia por otra cosa. Todas las cosas son para amar más a Dios. Que no se consienta en cosas que son descamino para ir a Dios. Lo único que puede dar unidad a la vida es amar. El amor a Cristo es capaz de dar unidad a todo, incluso al sacrificio y a las catástrofes. El amor soporta el dolor, lo integra a su vida.
Las virtudes que se han de ejercitar en la dirección espiritual son, fundamentalmente, la sinceridad, la humildad y la docilidad. Hemos de decirlo todo, sino el camino se enreda. Tener unidad de vida implica querer que nos conozcan. Hablar de fe, pureza, oración, penitencia, apostolado, desprendimiento, trabajo, estudio, cumplimiento del deber, caridad, amor a la Cruz, sobriedad, posibles resentimientos…
Cristo invitó a la fe y a la conversión. Dios quiere nuestra conversión y ésta exige el reconocimiento del pecado. Jesús nos dice: “Pobres pecadores. No os alejéis de mí; no os reprenderé vuestros crímenes, no os echaré en cara vuestros pecados, lo que haré será lavaros con la Sangre de mis llagas; no temáis, Venid a mí… ¡No sabéis cuánto os amo!” (Josefa Menéndez, Un llamamiento al Amor, 349). “Mientras el hombre cuente con un instante de vida, aun tiene tiempo de recurrir a la misericordia y de implorar el perdón” (Ibídem, 406).
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